Nació: 31 Marzo 1596 en La Haya (hoy Descartes),Turena, Francia. Murió: 11 Febrero 1650 en Estocolmo, Suecia.
René Descartes fue un filósofo cuyo trabajo, La géométrie, incluye su aplicación del álgebra a la geometría a partir de la cual tenemos hoy en día la geometría Cartesiana. Descartes fue educado en el colegio Jesuita de La Flèche en Anjou.
Entró a la escuela a la edad de ocho años, justo pocos meses después de la apertura de la escuela en enero de 1604. Estudió allí hasta el 1612, estudiando los clásicos, lógica y la filosofía tradicional Aristotélica. También aprendió matemáticas a partir de los libros de Clavius. Mientras se encontraba en la escuela su salud era mala y se le otorgó permiso para quedarse en cama hasta las 11 de la mañana, una costumbre que conservó hasta el año de su muerte. , con las cualidades a propósito para el papel que debía representar en el mundo. Necesitaba genio y lo poseía en grado eminente; necesitaba conocimiento de su época, y lo adquirió, no sólo en los libros, sino en sus viajes y en su carrera militar; necesitaba verdadera pasión por la ciencia, y la tenía hasta el punto de menospreciar los altos destinos con que le brindara la sociedad, prefiriendo una vida solitaria dedicada exclusivamente a la meditación filosófica, y de resignarse a vivir por espacio de más de veinte años fuera de su patria, retirándose a Holanda en busca de libertad y silencio. Sus talentos no se limitaban a la metafísica; era eminente matemático, y aunque inclinado en demasía a hipótesis en las ciencias físicas, mostraba un genio privilegiado para la observación de la Naturaleza.
Los puntos capitales de la doctrina de Descartes son:
1º La duda metódica.
2º El principio: yo pienso, luego soy.
3º El poner la esencia del alma en el pensamiento.
4º El constituir la esencia de los cuerpos en la extensión.
La duda de Descartes nació en su espíritu en vista del método sistemático que dominaba en las escuelas: fue un grito de revolución contra un gobierno absoluto: «La experiencia enseña que los que hacen profesión de filósofos son frecuentemente menos sabios y razonables que los que no se han dedicado nunca a esos estudios.» (Prefacio de los principios de filosofía.) Estas palabras manifiestan el desdén que le inspiraban las escuelas; así no es extraño que buscase otro camino.
El mismo nos explica cuál fue. «Como los sentidos —dice— nos engañan algunas veces, quise suponer que no había nada parecido a lo que ellos nos hacen imaginar; hay hombres que se engañan raciocinando aun sobre las materias más sencillas de geometría y hacen paralogismos, juzgando yo que estaba tan sujeto a errar como ellos, deseché como falsas todas las razones que antes había tomado por demostraciones; y considerando, en fin, que aun los mismos pensamientos que tenemos durante la vigilia pueden venirnos en el sueño, sin que entonces ninguno de ellos sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que habían entrado en mi espíritu no encerraban más verdad que las ilusiones de los sueños.» (Discurso sobre el método, p. IV.) Por este pasaje se ve que la duda universal de Descartes era una suposición, una ficción; así la llama él mismo, y por consiguiente no una duda verdadera. Lo propio se manifiesta en su respuesta a las objeciones recogidas por el P. Mersenne de boca de varios filósofos y teólogos contra las Meditaciones. «En primer lugar —dice— me recordáis que no de veras, sino por una mera ficción, he desechado las ideas o fantasmas de los cuerpos, etc., etc.» Descartes no rechaza esto, antes lo admite y continúa deshaciendo las dificultades.
Sea cual fuere el abuso que posteriormente se haya hecho del método de Descartes en lo tocante a la religión, debemos confesar que el ilustre filósofo concilió con espíritu de examen su adhesión al catolicismo. Entre las máximas fundamentales que adoptó para seguir su carrera sin peligro, figura en primer lugar la de «conservar constantemente la religión en que por la gracia de Dios había sido instruido desde la infancia... Después de haberme asegurado de estas máximas y haberlas puesto aparte con las verdades de la fe, que han sido siempre las primeras de mi creencia, juzgué que podía deshacerme libremente del resto de mis opiniones». (Discurso sobre el método, p. III.)
Parece que la duda de Descartes se reduce a una idea común a todos los métodos; él mismo lo dice: «Cuando sólo se trata de la contemplación de la verdad, ¿quién ha dudado jamás de que sea necesario suspender el juicio sobre las cosas oscuras o que no son distintamente conocidas?» (Respuesta a las objeciones recogidas por el P. Mersenne.) Sin embargo, no diremos por esto que Descartes no introdujese en la filosofía un método nuevo: la máxima de que conviene suspender el juicio cuando todavía no se conoce la verdad era vulgarmente admitida; y ¿quién pudiera no admitirla? Pero el mal estaba en dejarla sin aplicación, en dar sobrada autoridad al nombre de Aristóteles, en recibir sin examen las doctrinas comunes en las escuelas, no cuidando de inquirir sus puntos débiles o falsos.
Descartes empezó por dudar, pero continuó pensando; su método no era puramente negativo; en todas sus obras se halla una doctrina positiva al lado de la impugnación de la contraria. Esta es una de las causas de su asombrosa influencia en cambiar la faz de la filosofía; se propuso edificar sobre las ruinas de lo que había destruido; no se contentó con decir: «Esto no es verdad»; añadió: «La verdad es ésta.»
El principio fundamental de Descartes: «Yo pienso, luego soy», nació de su duda; su proclamación no fue otra cosa que la expresión del punto donde se hallaba detenido en su tarea destructiva. «Pero desde luego advertí —dice— que mientras quería pensar que todo era falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y notando que esta verdad: yo pienso, luego soy, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de conmoverla, juzgué que sin escrúpulo podía recibirla por el primer principio de filosofía.» (Discurso sobre el método, p. IV.)
Algunos han creído que el principio de Descartes era un verdadero entimema, y así le han objetado que del pensamiento no podía inferir la existencia, en no suponiendo de antemano esta proposición: «Lo que piensa, existe»; lo cual equivaldría a reconocer un principio más fundamental que el otro. Pero la objeción estriba en un falso supuesto, a que dio origen la enunciación en forma de entimema, y también algunas palabras no bastante claras del filósofo.
Mas en la realidad él no quería hacer un verdadero discurso; sólo intentaba expresar un hecho de conciencia, a saber: que al dudar de todo hallaba una cosa que se resistía a la duda: el pensamiento propio. Las palabras que siguen son terminantes: «Cuando conocemos que somos una cosa que piensa, esta primera noción no está sacada de ningún silogismo; y cuando alguno dice: yo pienso, luego soy o existo, no infiere del pensamiento su existencia, como por la fuerza de un silogismo, sino como una cosa conocida por sí misma, la ve por una simple inspección del espíritu, pues que si la dedujera de un silogismo habría necesitado conocer de antemano esta mayor: todo lo que piensa, es o existe. Por el contrario, esta proposición se la manifiesta su propio sentimiento de que no puede suceder que piense sin existir. Este es el carácter propio de nuestro espíritu de formar proposiciones generales por el conocimiento de las particulares.» (Respuesta a las objeciones recogidas por el P. Mersenne.)
Cuando Descartes emplea la palabra pensamiento para expresar el hecho fundamental en las investigaciones filosóficas, no la limita al orden intelectual puro, sino que significa por ella todos los fenómenos internos de que tenemos conciencia, ya pertenezcan al entendimiento, a la voluntad o a la sensibilidad. «Por la palabra pensar —dice— entiendo todo aquello que se hace en nosotros, de tal suerte que lo percibimos inmediatamente por nosotros mismos; así es que aquí el pensamiento no significa tan sólo entender, querer, imaginar, sino también sentir.» (Principios de la filosofía, p. I, § 9.)
Aunque Descartes ponía por primer fundamento de la filosofía la conciencia propia, no rechazaba la legitimidad del criterio de la evidencia; por el contrario, en sus escritos se halla expresamente el principio que después se hizo tan famoso entre sus discípulos: lo que está contenido en la idea clara y distinta de una cosa puede afirmarse de ella con toda certeza. «Después de esto —dice— consideré en general lo que se necesita para que una proposición sea verdadera y cierta, porque ya que yo acababa de encontrar una que tenía dicho carácter, pensé que debía saber también en qué consiste esta certeza; y habiendo notado que en la proposición, yo pienso, luego soy, no hay nada que me asegure de que yo digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es precisa ser, Juzgué que podía tomar por regla general que las cosas concebidas con mucha claridad y distinción son todas verdaderas, pero que sólo hay alguna dificultad en notar cuáles son las que concebimos distintamente.» (Discurso sobre el método, p. IV.)
La legitimidad del criterio de la evidencia la funda Descartes en la veracidad de Dios, que no ha podido querer engañarnos. La existencia de Dios la prueba por la misma idea de Dios, empleando el argumento de San Anselmo (Principios de la filosofía y Meditaciones, 3 y 5).. Por manera que, según Descartes, hallamos en nuestra conciencia el pensamiento; en éste hallamos la idea de Dios; en esta idea hallamos un argumento demostrativo de la existencia del mismo Dios y de sus perfecciones; y el conocimiento de la veracidad divina es para nosotros una firme garantía de la legitimidad del criterio de la evidencia.
«Aunque un atributo —dice Descartes— sea suficiente para hacernos conocer la sustancia, hay, sin embargo, en cada una de ellas uno que constituye su naturaleza y esencia, y del cual dependen todos los demás. La extensión en longitud, latitud y profundidad constituye la esencia de la sustancia corpórea; y el pensamiento constituye la naturaleza de la sustancia que piensa.» (Principios de la filosofía, p. I.) Establecido que la esencia del alma consiste en el pensamiento, Descartes se hallaba precisado a sostener que el alma no deja nunca de pensar, pues, de lo contrario, perdería su atributo constitutivo; y en efecto, admitía la consecuencia. Contra esta doctrina ocurren varias objeciones: ¿Cómo se prueba que el pensar sea la esencia del alma? ¿Cómo es posible que un fenómeno que tiene todos los caracteres de modificación sea el constitutivo de una sustancia? ¿Cómo se prueba que el alma piensa siempre? ¿No parece que la experiencia enseña lo contrario? Conocemos al alma por el pensamiento, es verdad; pero de aquí no se sigue que el alma sea el pensamiento mismo.
El defecto de Descartes en este punto consiste en tomar el fenómeno por la sustancia en la cual se realiza; deseoso de fundar la filosofía sobre nociones claras, se paraba en lo que veía claro, y decía: «no hay más», en vez de decir: «no veo más».
Una cosa análoga le sucede al tratar de la extensión. Al pensar en los cuerpos, se nos ofrecen las dimensiones de los mismos en una intuición clarísima: de lo cual infirió Descartes que la esencia de ellos era lo representado en esa intuición. ¿Quién no ve que esto es confundir el orden ideal con el real, y aun no tomando del ideal más que un solo aspecto?
Partiendo de este errado principio, infería Descartes que la extensión del mundo es infinita: «Sabemos también —dice— que este mundo, o la materia extensa que compone el Universo, no tiene límites; porque dondequiera que nos propongamos fingirlos podemos imaginar más allá espacios indefinidamente extensos, que no solo imaginamos, sino que concebimos ser tales, en efecto, como los imaginamos; de suerte que contienen un cuerpo indefinidamente extenso, porque la idea de extensión que concebimos en todo espacio es la verdadera idea que debemos tener de cuerpo.» (Princ. de la filosofía, p. II, 21.)
El vacío es intrínsecamente imposible según la teoría de Descartes. Si la extensión constituye la esencia del cuerpo, donde hay extensión hay cuerpo; luego el vacío, esto es, una extensión sin cuerpo, es una idea contradictoria (Ibid, § 18).
Una de las doctrinas más singulares de Descartes fue la de negar el alma de los brutos, sosteniendo que todo cuanto vemos en ellos es el resultado de un puro mecanismo. Esta opinión no es nueva: entre los antiguos la profesaron muchos estoicos, y también Diógenes, cínico, según refiere Plutarco; y entre los modernos la defendió, antes que Descartes, Gómez Pereira en su obra titulada Antoniana Margarita, que vio la luz en 1554. El nombre de Descartes le dio importancia en lo sucesivo; pero en la actualidad está casi abandonada. Difícilmente se sostiene lo que está en contradicción con el sentido común.
Buscando la razón que pudo inclinar a Descartes hacia una opinión tan singular, la hallamos en su teoría de las dos esencias fundamentales, cuerpo y espíritu: el cuerpo es la extensión, el espíritu es el pensamiento; ¿dónde se coloca un ser que no sea ni lo uno ni lo otro? En ninguna parte. Luego todos los fenómenos de los brutos deben explicarse, no como efectos de una percepción sensitiva, sino como resultados puramente mecánicos. Así era preciso convertir los brutos en autómatas y excogitar varios sistemas para explicar el mecanismo; y en caso apurado, apelar a la infinita sabiduría del Supremo Artífice que había construido aquellas máquinas.
Descartes distingue entre el orden sensible y el intelectual; sostiene que no todos los conocimientos dimanan de los sentidos; pero no es exacto que admita las ideas innatas como tipos preexistentes en nuestro espíritu. «Nunca escribí ni creí —dice— que el entendimiento necesitase de ideas innatas, que sean algo distinto de su facultad de pensar; pero como notase que había en mí pensamientos que no procedían ni de los objetos externos ni de la determinación de mi voluntad, sino de la sola facultad de pensar, para distinguir a esas ideas o nociones de las otras adventicias, o facticias, las llamé innatas... »Observad que por ideas innatas nunca he entendido otra cosa sino que por naturaleza tenemos una facultad con la cual podemos conocer a Dios; pero el que estas ideas sean actuales, o no sé qué especies distintas de la facultad de pensar, no lo he escrito ni opinado nunca, pues, por el contrario, yo, más que nadie, estoy lejos de admitir la inútil retahila de las entidades escolásticas» (Carta 99, t. 1.)
El influjo de Descartes en cambiar la faz de la filosofía dependió de varias circunstancias:
1º De su indisputable genio, cuya superioridad no podía menos de ejercer ascendiente sobre los espíritus.
2º De que había en los ánimos cierta fermentación contra las escuelas predominantes, faltando únicamente un hombre superior que diese la señal de insurrección contra la autoridad de Aristóteles.
3º De que Descartes no sólo fue metafísico, sino también físico, astrónomo e insigne matemático; con lo cual, al paso que apartaba a los espíritus de las sutilezas de la escuela, los guiaba hacia los estudios positivos, conformes a las tendencias de la época.
4.° Siendo Descartes eminentemente espiritualista, atrajo los pensadores aventajados, a quienes abría ancho campo para dilatarse por las regiones ideales.
5.° Descartes fue un hombre que no escribió por razones de circunstancias, sino por efecto de convicciones profundas. Se retiró a Holanda para pensar con más silencio y libertad; sus sistemas son hijos de meditaciones dilatadas: era un verdadero filósofo, un ardiente apasionado por las investigaciones científicas.
-V. Filosofía fundamental, libs. I y III, y la Ideología y Psicología-
martes, 23 de marzo de 2010
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