El Impresionismo (1.869 - 1.885) nace como una evolución a ultranza del Realismo y de la Escuela paisajística francesa de finales del siglo XIX. El preludio se encuentra en 1863, con la creación del Salon des Refusés, a modo de contestación de los Salones Oficiales de Otoño, que mantenían un arte estancado y carente de originalidad.
El Impresionismo se corresponde con una transformación social y filosófica; por un lado, el florecimiento de la burguesía, por otro, la llegada del positivismo. La burguesía, como nuevo fenómeno social, trae sus propios usos y costumbres; unos afectan al campo, que deja de ser lugar de trabajo para convertirse en lugar de ocio: las excursiones campestres.
Es el mundo retratado por Monet y Renoir. La ciudad, por el contrario, se convierte en nuevo espacio para la nueva clase social: aparecen los flanneurs, paseantes ociosos que se lucen y asisten a conciertos en los boulevards y los jardines de París. También cobra relevancia la noche y sus habitantes, los locales nocturnos, el paseo, las cantantes de cabaret, el ballet, los cafés y sus tertulias. Es un mundo fascinante, del cual los impresionistas extraen sus temas: en especial Degas o Toulouse-Lautrec. Porque para ellos se han terminado los temas grandiosos del pasado.
El positivismo acarrea una concepción de objetividad de la percepción, de un criterio científico que resta valor a todo lo que no sea clasificable según las leyes del color y de la óptica. Según esto, cualquier objeto natural, visible, afectado por la luz y el color, es susceptible de ser representado artísticamente. El cuadro impresionista se vuelca pues en los paisajes, las regatas, las reuniones domingueras, etc.
Los impresionistas se agruparon en torno a la figura de Manet, el rechazado de los Salones oficiales y promotor del Salon des Refusés. Ante el nuevo léxico que proponen, de pincelada descompuesta en colores primarios que han de recomponerse en la retina del espectador, el público reacciona en contra, incapaz de "leer" correctamente el nuevo lenguaje. Pero el Impresionismo cuenta con el apoyo de dos fuerzas sociales emergentes: la crítica de arte, que se encargará de encauzar el gusto del público; y los marchands, los vendedores de arte, que colocan sus cuadros en las mejores colecciones del país. Las tertulias, los Salones extra-oficiales y el propio escándalo se convirtieron en vehículos propagandísticos del nuevo estilo. Dicho estilo cuenta como precedente con los paisajistas de la Escuela de Barbizon, dependiente del último Realismo francés. Corot y Millet son las referencias más inmediatas en Francia, apoyados por la innovación de los paisajes de Turner. Esta tendencia paisajista la desarrollaron los integrantes del denominado Grupo de Batignoles, llamados así por vivir en el barrio del mismo nombre. Éstos son Monet, Boudin, Renoir... También toman referencias, especialmente de color y composición, del Siglo de Oro español. El japonismo, una moda de la época, añadió su parte a través de grabados que enseñaron a los artistas una forma nueva de ver el espacio y de utilizar los colores planos, sin intentar falsificar la realidad del cuadro con la tercera dimensión. Por último, la fotografía fue otro enlace, aunque no está claro si la espontaneidad de la captación del momento la aprende el Impresionismo de la fotografía o, más bien, ésta es la alumna de aquél. En cualquier caso, el resultado es una pintura amable, ligera, frecuentemente de paisaje, llena de luz y color, con pinceladas muy cortas que a veces dejan entrever el blanco del lienzo. No son cuadros grandes puesto que responden a encargos privados. Están alejados de cualquier compromiso social (casi todos los impresionistas se fueron de vacaciones al campo o a Inglaterra durante la represión de los movimientos obreros de la década de 1880) y no tardaron en ser refrendados por una amplia aceptación social, de esta burguesía que se veía retratada en los lienzos impresionistas, al modo en que el mundo noctámbulo parisino se refleja en el espejo de La Barra del Folies-Bergère de Manet.
jueves, 18 de marzo de 2010
ALMA
Es un término vago, indeterminado, que expresa un principio desconocido, pero de efectos conocidos, que sentimos en nosotros mismos. La palabra «alma» corresponde a la frase anima de los latinos, a la palabra que usan todas las naciones para expresar lo que no comprenden más que nosotros.
En el sentido propio y literal del latín y de las lenguas que se derivan de él, significa lo que «anima». Por eso se dice: «el alma de los hombres, de los animales y de las plantas», para significar su principio de vegetación y de vida.
Al pronunciar esta palabra sólo nos da una idea confusa, como cuando se dice en el Génesis: «Dios sopló en el rostro del hombre un soplo de vida y se convirtió en alma viviente; el alma de los animales está en la sangre; no matéis pues, su alma.»
De modo que el alma -en sentido general- se toma por el origen y la causa de la vida, por la vida misma. Por esto las naciones antiguas creyeron durante muchísimo tiempo que todo moría al morir el cuerpo. Aunque es difícil desentrañar la verdad en el caos de las historias remotas, tiene visos de probabilidad que los egipcios fuesen los primeros que distinguieron la inteligencia y el alma, y los griegos aprendieron de ellos a distinguirla. Los latinos, siguiendo el ejemplo de los griegos, distinguieron animus y anima, y nosotros distinguimos también alma e inteligencia. Pero lo que constituye el principio de nuestra vida ¿constituye el principio de nuestros pensamientos? ¿Son dos cosas diferentes, o forman un mismo principio'? Lo que nos hace digerir, lo que nos produce sensaciones y nos da memoria, ¿se parece a lo que es causa en los animales de la digestión, de las sensaciones y de la memoria?
He aquí el eterno objeto de las disputas de los hombres. Digo eterno objeto porque, careciendo de la noción primitiva que nos guíe en este examen, tendremos que permanecer siempre encerrados en un laberinto de dudas y de conjeturas.
No contamos ni con un solo escalón donde afirmar el pie para llegar al vago conocimiento de lo que nos hace vivir y de lo que nos hace pensar. Para poseerlo sería preciso ver cómo la vida y el pensamiento entran en un cuerpo. ¿Sabe un padre cómo produce a su hijo? ¿Sabe la madre cómo lo concibe? ¿Puede alguien adivinar cómo se agita, cómo se despierta y cómo duerme? ¿Sabe alguno cómo los miembros obedecen a su voluntad? ¿Ha descubierto el medio por el cual las ideas se forman en su cerebro y salen de él cuando lo desea? Débiles autómatas, colocados por la mano invisible que nos gobierna en el escenario del mundo, ¿quién de nosotros ha podido ver el hilo que origina nuestros movimientos?
No nos atrevemos a cuestionar si el alma inteligente es «espíritu» o «materia»; si fue creada antes que nosotros; si sale de la nada cuando nacemos; si después de habernos animado durante un día en el mundo, vive, cuando nosotros morimos, en la eternidad. Esas cuestiones, que parecen sublimes, sólo son cuestiones de ciegos que preguntan a otros ciegos: «¿Qué es la luz?»
Cuando tratamos de conocer los elementos que encierra un pedazo de metal, lo sometemos al fuego en un crisol. ¿Poseemos crisol alguno para someter el alma? Unos dicen que es «espíritu»; pero ¿qué es espíritu? Nadie lo sabe; es una palabra tan vacía de sentido, que nos vemos obligados a decir que el espíritu no se ve, porque no sabemos decir lo que es. «El alma es materia», dicen otros. Pero ¿qué es materia? Sólo conocemos algunas de sus apariencias y algunas de sus propiedades, y ninguna de estas propiedades y apariencias parece tener la menor relación con el pensamiento.
Hay también quien opina que el alma está formada de algo distinto de la materia. Pero ¿qué pruebas tenemos de esto? Se funda tal opinión en que la materia es divisible y puede tomar diferentes aspectos, y el pensamiento no lo es. Pero ¿quién os ha dicho que los primeros principios de la materia sean divisibles y figurables? Es muy verosímil que no lo sean; sectas enteras de filósofos sostienen que los elementos de la materia no tienen figura ni extensión. Creéis anonadarnos replicando: «El pensamiento no es madera, ni piedra, ni arena, ni metal; luego el pensamiento no puede ser materia.» Pero eso son débiles y atrevidos razonamientos. La gravitación no es metal, ni arena, ni piedra, ni madera: el movimiento, la vegetación, la vida, no son ninguna de esas cosas, y sin embargo, la vida, la vegetación, el movimiento y la gravitación son cualidades de la materia. Decir que Dios no puede conseguir que la materia piense, es decir el absurdo más insolente que se haya proferido nunca en la escuela de la demencia. No estamos seguros de que Dios haya obrado así, pero sí que estamos seguros de que puede obrar de tal modo. ¿Qué importa todo lo que se ha dicho y lo que se dirá sobre el alma? ¿Qué importa que la hayan llamado entelequia, quinta esencia, llama o éter; que la hayan creído universal, increada, transmigrante, etc., etc.? ¿Qué importan en cuestiones inaccesibles a la razón esas novelas creadas por nuestras inciertas imaginaciones? ¿Qué importa que los Padres de la Iglesia de los cuatro primeros siglos creyeran que el alma era corporal? ¿Qué importa que Tertuliano, contradiciéndose, decidiese que el alma es corporal, figurada y simple al mismo tiempo? Tenemos mil testimonios de nuestra ignorancia, pero ni uno solo ofrece vislumbre de verosimilitud.
¿Cómo nos atrevemos a afirmar lo que es el alma? Sabemos con certidumbre que existimos, que sentimos y que pensamos. Deseamos ir más allá y caemos en un un abismo de tinieblas. Sumergidos en ese abismo, todavía se apodera de nosotros la loca temeridad de disputar si el alma, de la que no tenemos la menor idea, se creó antes que nosotros o al mismo tiempo que nosotros, y si es perecedera o inmortal.
El alma y todos los artículos que son metafísicos deben empezar sometiéndose sinceramente a los dogmas de la Iglesia, porque indudablemente la revelación vale más que toda la filosofía. Los sistemas ejercitan el espíritu, pero la fe le alumbra y le guía.
Con frecuencia pronunciamos palabras de las que tenemos una idea muy confusa, y algunas veces ignoramos el significado, ¿No está en este caso la palabra «alma»? Cuando la lengüeta o la válvula de un fuelle está descompuesta, y el aire que entra en el vientre del fuelle sale por alguna de las aberturas que tiene la válvula, y éste no está comprimido por las dos paletas y no sale con la violencia que se necesita para encender el fuego, las criadas dicen: «Está descompuesta el alma del fuelle,» No saben más, y esa cuestión no turba su tranquilidad. El jardinero habla del «alma de las plantas», y las cultiva bien, sin saber lo que significa esta palabra. En muchas de nuestras manufacturas, los obreros dan la calificación de alma a sus máquinas, y nunca disputan sobre el significado de dicha palabra; no sucede así a los filósofos.
La palabra «alma», entre nosotros, en su significado general, sirve para denotar lo que «anima». Nuestros antepasados los celtas dieron al alma el nombre de seel, del que los ingleses formaron la palabra soul y los alemanes la palabra seel, y probablemente los antiguos teutones y los antiguos bretones no disputarían sobre esa palabra.
Los griegos distinguían tres clases de alma: «el alma sensitiva» o «el alma de los sentidos» (he aquí por qué el Amor, hijo de Afrodita, sintió tan vehemente pasión por Psyquis, y por qué Psyquis le amó tiernamente); el soplo que da vida y movimiento a toda máquina, y que nosotros traducimos por «espíritu», y la tercera clase de alma, que, como nosotros, llamaron «inteligencia». Poseemos, pues, tres almas, sin tener la más ligera noción de ninguna de ellas. Santo Tomás de Aquino admite estas tres almas, como buen peripatético, y distingue cada unía de ellas en tres partes: una está en el pecho, otra en todo el cuerpo y la tercera en la cabeza. En nuestras escuelas no se conoció otra filosofía hasta el siglo XVIII... ¡Y desgraciado el hombre que hubiera tomado una de esas tres almas por la otra!
Hay, sin embargo, motivo para este caos de ideas. Los hombres conocieron que, cuando les excitaban las pasiones del amor, de la cólera o del miedo, sentían ciertos movimientos en las entrañas. El hígado y el corazón fueron asignados como asiento de las pasiones. Cuando se medita profundamente, sentimos cierta opresión en los órganos de la cabeza: luego el alma intelectual está en el cerebro. Sin respirar no es posible la vegetación y la vida: luego el alma vegetativa está en el pecho, que recibe el soplo del aire.
Cuando los hombres vieron en sueños a sus padres o a sus amigos muertos, se dedicaron a estudiar qué es lo que se les había aparecido. No era el cuerpo, porque lo había consumido una hoguera, se lo había tragado el mar y había servido de pasto a los peces. Esto no obstante, sostenían que algo se les había aparecido, puesto que lo habían visto; el muerto les había hablado, y el que estaba soñando le dirigía preguntas. ¿Con quién habían conversado durmiendo? Se imaginaron que era un fantasma, una figura aérea, una sombra, los manes, una pequeña alma de aire y fuego extremadamente delicada, que vagaba por no sé dónde.
Andando el tiempo, cuando quisieron profundizar este estudio, convinieron en que dicha alma era corporal, y esta fue la idea que de ella tuvo la antigüedad. Llegó después Platón, que sutilizó esa alma de tal manera, que se llegó a sospechar que la separó casi completamente de la materia; pero ese problema no se resolvió hasta que la fe vino a iluminarnos.
En vano los materialistas alegan que algunos Padres de la Iglesia no se expresaron con exactitud, San Ireneo dice que el alma es el soplo de la vida, que sólo es incorporal si se compara con el cuerpo de los mortales, pero que conserva la figura de hombre con el objeto de que se la reconozca.
En vano Tertuliano se expresa de este modo: «La corporalidad del alma resalta en el Evangelio; porque si el alma no tuviera cuerpo, la imagen del alma no tendría imagen corpórea.» En vano ese mismo filósofo refiere la visión de una mujer santa que vio un alma muy brillante y del color del aire.
En vano alegan que San Hilario dijo en tiempos posteriores: «No hay nada de lo creado que no sea corporal, ni en el cielo ni en la tierra, ni en lo visible ni en lo invisible; todo está formado de elementos, y las almas, ya habiten en un cuerpo, ya salgan de él, tienen siempre una sustancia corporal.»
En vano San Ambrosio, en el siglo VI, dijo: «No conocemos nada que no sea material, si exceptuamos la venerable Trinidad.»
La Iglesia ha decidido por unanimidad que el alma es inmaterial. Los indicados santos incurrieron en un error que era entonces universal; eran hombres. Pero no se equivocaron respecto a la inmortalidad, porque los Evangelios evidentemente lo anuncian.
Necesitamos conformarnos con la decisión de la Iglesia, porque no poseemos la noción suficiente de lo que se llama «espíritu puro» y de lo que se llama «materia». El espíritu puro es una palabra que no nos transmite ninguna idea, y sólo conocemos la materia por alguno de sus fenómenos. La conocemos tan poco, que la llamamos «sustancia», y la palabra «sustancia» quiere decir lo que «está debajo»; pero este debajo está oculto eternamente para nosotros; es el secreto del Creador en todas partes. No sabemos cómo recibimos la vida, ni cómo la damos, ni cómo crecemos, ni cómo digerimos, ni cómo dormimos, ni cómo pensamos, ni cómo sentimos. Es una incomprensible dificultad conocer cómo cualquiera de los seres concibe sus pensamientos.
En el sentido propio y literal del latín y de las lenguas que se derivan de él, significa lo que «anima». Por eso se dice: «el alma de los hombres, de los animales y de las plantas», para significar su principio de vegetación y de vida.
Al pronunciar esta palabra sólo nos da una idea confusa, como cuando se dice en el Génesis: «Dios sopló en el rostro del hombre un soplo de vida y se convirtió en alma viviente; el alma de los animales está en la sangre; no matéis pues, su alma.»
De modo que el alma -en sentido general- se toma por el origen y la causa de la vida, por la vida misma. Por esto las naciones antiguas creyeron durante muchísimo tiempo que todo moría al morir el cuerpo. Aunque es difícil desentrañar la verdad en el caos de las historias remotas, tiene visos de probabilidad que los egipcios fuesen los primeros que distinguieron la inteligencia y el alma, y los griegos aprendieron de ellos a distinguirla. Los latinos, siguiendo el ejemplo de los griegos, distinguieron animus y anima, y nosotros distinguimos también alma e inteligencia. Pero lo que constituye el principio de nuestra vida ¿constituye el principio de nuestros pensamientos? ¿Son dos cosas diferentes, o forman un mismo principio'? Lo que nos hace digerir, lo que nos produce sensaciones y nos da memoria, ¿se parece a lo que es causa en los animales de la digestión, de las sensaciones y de la memoria?
He aquí el eterno objeto de las disputas de los hombres. Digo eterno objeto porque, careciendo de la noción primitiva que nos guíe en este examen, tendremos que permanecer siempre encerrados en un laberinto de dudas y de conjeturas.
No contamos ni con un solo escalón donde afirmar el pie para llegar al vago conocimiento de lo que nos hace vivir y de lo que nos hace pensar. Para poseerlo sería preciso ver cómo la vida y el pensamiento entran en un cuerpo. ¿Sabe un padre cómo produce a su hijo? ¿Sabe la madre cómo lo concibe? ¿Puede alguien adivinar cómo se agita, cómo se despierta y cómo duerme? ¿Sabe alguno cómo los miembros obedecen a su voluntad? ¿Ha descubierto el medio por el cual las ideas se forman en su cerebro y salen de él cuando lo desea? Débiles autómatas, colocados por la mano invisible que nos gobierna en el escenario del mundo, ¿quién de nosotros ha podido ver el hilo que origina nuestros movimientos?
No nos atrevemos a cuestionar si el alma inteligente es «espíritu» o «materia»; si fue creada antes que nosotros; si sale de la nada cuando nacemos; si después de habernos animado durante un día en el mundo, vive, cuando nosotros morimos, en la eternidad. Esas cuestiones, que parecen sublimes, sólo son cuestiones de ciegos que preguntan a otros ciegos: «¿Qué es la luz?»
Cuando tratamos de conocer los elementos que encierra un pedazo de metal, lo sometemos al fuego en un crisol. ¿Poseemos crisol alguno para someter el alma? Unos dicen que es «espíritu»; pero ¿qué es espíritu? Nadie lo sabe; es una palabra tan vacía de sentido, que nos vemos obligados a decir que el espíritu no se ve, porque no sabemos decir lo que es. «El alma es materia», dicen otros. Pero ¿qué es materia? Sólo conocemos algunas de sus apariencias y algunas de sus propiedades, y ninguna de estas propiedades y apariencias parece tener la menor relación con el pensamiento.
Hay también quien opina que el alma está formada de algo distinto de la materia. Pero ¿qué pruebas tenemos de esto? Se funda tal opinión en que la materia es divisible y puede tomar diferentes aspectos, y el pensamiento no lo es. Pero ¿quién os ha dicho que los primeros principios de la materia sean divisibles y figurables? Es muy verosímil que no lo sean; sectas enteras de filósofos sostienen que los elementos de la materia no tienen figura ni extensión. Creéis anonadarnos replicando: «El pensamiento no es madera, ni piedra, ni arena, ni metal; luego el pensamiento no puede ser materia.» Pero eso son débiles y atrevidos razonamientos. La gravitación no es metal, ni arena, ni piedra, ni madera: el movimiento, la vegetación, la vida, no son ninguna de esas cosas, y sin embargo, la vida, la vegetación, el movimiento y la gravitación son cualidades de la materia. Decir que Dios no puede conseguir que la materia piense, es decir el absurdo más insolente que se haya proferido nunca en la escuela de la demencia. No estamos seguros de que Dios haya obrado así, pero sí que estamos seguros de que puede obrar de tal modo. ¿Qué importa todo lo que se ha dicho y lo que se dirá sobre el alma? ¿Qué importa que la hayan llamado entelequia, quinta esencia, llama o éter; que la hayan creído universal, increada, transmigrante, etc., etc.? ¿Qué importan en cuestiones inaccesibles a la razón esas novelas creadas por nuestras inciertas imaginaciones? ¿Qué importa que los Padres de la Iglesia de los cuatro primeros siglos creyeran que el alma era corporal? ¿Qué importa que Tertuliano, contradiciéndose, decidiese que el alma es corporal, figurada y simple al mismo tiempo? Tenemos mil testimonios de nuestra ignorancia, pero ni uno solo ofrece vislumbre de verosimilitud.
¿Cómo nos atrevemos a afirmar lo que es el alma? Sabemos con certidumbre que existimos, que sentimos y que pensamos. Deseamos ir más allá y caemos en un un abismo de tinieblas. Sumergidos en ese abismo, todavía se apodera de nosotros la loca temeridad de disputar si el alma, de la que no tenemos la menor idea, se creó antes que nosotros o al mismo tiempo que nosotros, y si es perecedera o inmortal.
El alma y todos los artículos que son metafísicos deben empezar sometiéndose sinceramente a los dogmas de la Iglesia, porque indudablemente la revelación vale más que toda la filosofía. Los sistemas ejercitan el espíritu, pero la fe le alumbra y le guía.
Con frecuencia pronunciamos palabras de las que tenemos una idea muy confusa, y algunas veces ignoramos el significado, ¿No está en este caso la palabra «alma»? Cuando la lengüeta o la válvula de un fuelle está descompuesta, y el aire que entra en el vientre del fuelle sale por alguna de las aberturas que tiene la válvula, y éste no está comprimido por las dos paletas y no sale con la violencia que se necesita para encender el fuego, las criadas dicen: «Está descompuesta el alma del fuelle,» No saben más, y esa cuestión no turba su tranquilidad. El jardinero habla del «alma de las plantas», y las cultiva bien, sin saber lo que significa esta palabra. En muchas de nuestras manufacturas, los obreros dan la calificación de alma a sus máquinas, y nunca disputan sobre el significado de dicha palabra; no sucede así a los filósofos.
La palabra «alma», entre nosotros, en su significado general, sirve para denotar lo que «anima». Nuestros antepasados los celtas dieron al alma el nombre de seel, del que los ingleses formaron la palabra soul y los alemanes la palabra seel, y probablemente los antiguos teutones y los antiguos bretones no disputarían sobre esa palabra.
Los griegos distinguían tres clases de alma: «el alma sensitiva» o «el alma de los sentidos» (he aquí por qué el Amor, hijo de Afrodita, sintió tan vehemente pasión por Psyquis, y por qué Psyquis le amó tiernamente); el soplo que da vida y movimiento a toda máquina, y que nosotros traducimos por «espíritu», y la tercera clase de alma, que, como nosotros, llamaron «inteligencia». Poseemos, pues, tres almas, sin tener la más ligera noción de ninguna de ellas. Santo Tomás de Aquino admite estas tres almas, como buen peripatético, y distingue cada unía de ellas en tres partes: una está en el pecho, otra en todo el cuerpo y la tercera en la cabeza. En nuestras escuelas no se conoció otra filosofía hasta el siglo XVIII... ¡Y desgraciado el hombre que hubiera tomado una de esas tres almas por la otra!
Hay, sin embargo, motivo para este caos de ideas. Los hombres conocieron que, cuando les excitaban las pasiones del amor, de la cólera o del miedo, sentían ciertos movimientos en las entrañas. El hígado y el corazón fueron asignados como asiento de las pasiones. Cuando se medita profundamente, sentimos cierta opresión en los órganos de la cabeza: luego el alma intelectual está en el cerebro. Sin respirar no es posible la vegetación y la vida: luego el alma vegetativa está en el pecho, que recibe el soplo del aire.
Cuando los hombres vieron en sueños a sus padres o a sus amigos muertos, se dedicaron a estudiar qué es lo que se les había aparecido. No era el cuerpo, porque lo había consumido una hoguera, se lo había tragado el mar y había servido de pasto a los peces. Esto no obstante, sostenían que algo se les había aparecido, puesto que lo habían visto; el muerto les había hablado, y el que estaba soñando le dirigía preguntas. ¿Con quién habían conversado durmiendo? Se imaginaron que era un fantasma, una figura aérea, una sombra, los manes, una pequeña alma de aire y fuego extremadamente delicada, que vagaba por no sé dónde.
Andando el tiempo, cuando quisieron profundizar este estudio, convinieron en que dicha alma era corporal, y esta fue la idea que de ella tuvo la antigüedad. Llegó después Platón, que sutilizó esa alma de tal manera, que se llegó a sospechar que la separó casi completamente de la materia; pero ese problema no se resolvió hasta que la fe vino a iluminarnos.
En vano los materialistas alegan que algunos Padres de la Iglesia no se expresaron con exactitud, San Ireneo dice que el alma es el soplo de la vida, que sólo es incorporal si se compara con el cuerpo de los mortales, pero que conserva la figura de hombre con el objeto de que se la reconozca.
En vano Tertuliano se expresa de este modo: «La corporalidad del alma resalta en el Evangelio; porque si el alma no tuviera cuerpo, la imagen del alma no tendría imagen corpórea.» En vano ese mismo filósofo refiere la visión de una mujer santa que vio un alma muy brillante y del color del aire.
En vano alegan que San Hilario dijo en tiempos posteriores: «No hay nada de lo creado que no sea corporal, ni en el cielo ni en la tierra, ni en lo visible ni en lo invisible; todo está formado de elementos, y las almas, ya habiten en un cuerpo, ya salgan de él, tienen siempre una sustancia corporal.»
En vano San Ambrosio, en el siglo VI, dijo: «No conocemos nada que no sea material, si exceptuamos la venerable Trinidad.»
La Iglesia ha decidido por unanimidad que el alma es inmaterial. Los indicados santos incurrieron en un error que era entonces universal; eran hombres. Pero no se equivocaron respecto a la inmortalidad, porque los Evangelios evidentemente lo anuncian.
Necesitamos conformarnos con la decisión de la Iglesia, porque no poseemos la noción suficiente de lo que se llama «espíritu puro» y de lo que se llama «materia». El espíritu puro es una palabra que no nos transmite ninguna idea, y sólo conocemos la materia por alguno de sus fenómenos. La conocemos tan poco, que la llamamos «sustancia», y la palabra «sustancia» quiere decir lo que «está debajo»; pero este debajo está oculto eternamente para nosotros; es el secreto del Creador en todas partes. No sabemos cómo recibimos la vida, ni cómo la damos, ni cómo crecemos, ni cómo digerimos, ni cómo dormimos, ni cómo pensamos, ni cómo sentimos. Es una incomprensible dificultad conocer cómo cualquiera de los seres concibe sus pensamientos.
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