1. El homenaje de un hombre simple
San Francisco nació en Asís el año 1182, de padres ricos y burgueses, comerciantes en telas, Pedro Bernardone y madonna Pica. En su juventud se crió en un ambiente de mundanidad y se dedicó, después de adquirir un cierto conocimiento de las letras, a los negocios lucrativos del comercio. Fue un joven alegre y aficionado a las fiestas, pero dentro de la corrección y la honestidad, y por más que se dedicara al lucro conviviendo entre avaros mercaderes, jamás puso su confianza en el dinero y en las riquezas. Dios había infundido en lo más íntimo del joven Francisco una cierta compasión generosa hacia los pobres, la cual, creciendo con él desde la infancia, llenó su corazón de tanta benignidad, que convertido ya en un oyente no sordo del Evangelio, se propuso dar limosna a todo el que se la pidiere, máxime si alegaba para ello el motivo del amor de Dios.
Además, la suavidad de su mansedumbre, unida a la elegancia de sus modales; su paciencia y afabilidad, fuera de serie; la largueza de su munificencia, superior a sus haberes -virtudes estas que mostraban claramente la buena índole de que estaba adornado el adolescente-, parecían ser como un preludio de bendiciones divinas que más adelante sobre él se derramarían a raudales.
De hecho, un hombre muy simple de Asís, inspirado, al parecer, por el mismo Dios, si alguna vez se encontraba con Francisco por la ciudad, se quitaba la capa y la extendía a sus pies, asegurando que éste era digno de toda reverencia, por cuanto en un futuro próximo realizaría grandes proezas y llegaría a ser honrado por todos los fieles.
De hecho, un hombre muy simple de Asís, inspirado, al parecer, por el mismo Dios, si alguna vez se encontraba con Francisco por la ciudad, se quitaba la capa y la extendía a sus pies, asegurando que éste era digno de toda reverencia, por cuanto en un futuro próximo realizaría grandes proezas y llegaría a ser honrado por todos los fieles.
2. La donación de la capa
Cuando aquel hombre simple honraba por las calles de Asís a Francisco, éste ignoraba todavía los designios de Dios sobre su persona, ya que, volcada su atención, por mandato de su padre, a las cosas exteriores y arrastrado además por el peso de la naturaleza caída hacia los goces de aquí abajo, no había aprendido aún a contemplar las realidades del cielo ni se había acostumbrado a gustar las cosas divinas. Y como quiera que el azote de la tribulación abre el entendimiento al oído espiritual, de pronto se hizo sentir sobre él la mano del Señor y la diestra del Altísimo operó en su espíritu un profundo cambio, afligiendo su cuerpo con prisión y prolijas enfermedades para disponer así su alma a la unción del Espíritu Santo.
Una vez recobradas las fuerzas corporales y cuando, según su costumbre, iba adornado con preciosos vestidos, le salió al encuentro un caballero noble, pero pobre y mal vestido. A la vista de aquella pobreza, se sintió conmovido su compasivo corazón, y, despojándose inmediatamente de sus atavíos, vistió con ellos al pobre, cumpliendo así, a la vez, una doble obra de misericordia: cubrir la vergüenza de un noble caballero y remediar la necesidad de un pobre.
3. El sueño del palacio lleno de armas
A la noche siguiente de haber dado sus vestidos al caballero noble pero pobre, cuando Francisco estaba sumergido en profundo sueño, la clemencia divina le mostró un precioso y grande palacio, en que se podían apreciar toda clase de armas militares, marcadas con la señal de la cruz de Cristo, dándosele a entender con ello que la misericordia ejercitada, por amor al gran Rey, con aquel pobre caballero sería galardonada con una recompensa incomparable. Y como Francisco preguntara para quién sería el palacio con aquellas armas, una voz de lo alto le aseguró que estaba reservado para él y sus caballeros.
Al despertar por la mañana, como todavía no estaba familiarizado su espíritu en descubrir el secreto de los misterios divinos, pensó que aquella insólita visión sería pronóstico de gran prosperidad en su vida. Animado con ello y desconociendo aún los designios divinos, se propuso dirigirse a la Pulla con intención de ponerse al servicio de un gentil conde, Gualterio de Brienne, que estaba al frente de las milicias de Inocencio III, y conseguir así la gloria militar que le presagiaba la visión contemplada. Emprendió poco después el viaje, dirigiéndose a Espoleto, y he aquí que de noche oyó al Señor que le hablaba familiarmente: «Francisco, ¿quién piensas podrá beneficiarte más: el señor o el siervo, el rico o el pobre?» A lo que contestó Francisco que, sin duda, el señor y el rico. Prosiguió la voz del Señor: «¿Por qué entonces abandonas al Señor por el siervo y por un pobre hombre dejas a un Dios rico?» Contestó Francisco: «¿Qué quieres, Señor, que haga?» Y el Señor le dijo: «Vuélvete a tu tierra, porque la visión que has tenido es figura de una realidad espiritual que se ha de cumplir en ti no por humana, sino por divina disposición».
Al despuntar el nuevo día, lleno de seguridad y gozo, vuelve apresuradamente a Asís, y, convertido ya en modelo de obediencia, espera que el Señor le descubra su voluntad. Desentendiéndose desde entonces de la vida agitada del comercio, suplicaba devotamente a la divina clemencia se dignara manifestarle lo que debía hacer.
4. La oración ante el Crucifijo de San Damián
Mientras Francisco tanteaba fervorosamente la voluntad de Dios, cierto día, cuando cabalgaba por la llanura que se extiende junto a la ciudad de Asís, inopinadamente se encontró con un leproso, cuya vista le provocó un intenso estremecimiento de horror. Pero, trayendo a la memoria el propósito de perfección que había hecho y recordando que para ser caballero de Cristo debía, ante todo, vencerse a sí mismo, se apeó del caballo y corrió a besar al leproso. Desde entonces buscaba la soledad y se dedicaba por completo a la oración. Se revistió del espíritu de pobreza, del sentimiento de la humildad y del afecto de una tierna compasión hacia los leprosos, los mendigos, los sacerdotes pobres y cuantos sufrieran.
Más como quiera que Francisco no tenía en su vida más maestro que Cristo, plugo a la divina clemencia colmarlo de nuevos favores visitándole con la dulzura de su gracia. Prueba de ello es el siguiente hecho.
Salió un día Francisco al campo a meditar, y al pasear junto a la iglesia de San Damián, cuya vetusta fábrica amenazaba ruina, entró en ella, movido por el Espíritu, a hacer oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, arrasados en lágrimas, en la cruz del Señor, y he aquí que oyó con sus oídos corporales una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: «¡Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!» Quedó estremecido Francisco, pues estaba solo en la iglesia, al percibir voz tan maravillosa, y, sintiendo en su corazón el poder de la palabra divina, fue arrebatado en éxtasis. Vuelto en sí, se dispone a obedecer, y concentra todo su esfuerzo en la decisión de reparar materialmente la iglesia, aunque la voz divina se refería principalmente a la reparación de la Iglesia que Cristo adquirió con su sangre.
Así, pues, se levantó, armándose con la señal de la cruz, tomó consigo diversos paños dispuestos para la venta y se dirigió apresuradamente a la ciudad de Foligno, y allí lo vendió todo, incluso el caballo en que montaba. Tomando su precio, vuelve a la ciudad de Asís y se dirige a la iglesia, cuya reparación se le había ordenado. Entró devotamente en su recinto, y, encontrando allí a un pobrecillo sacerdote, tras rendirle cortés reverencia, le ofreció el dinero obtenido a fin de que lo destinara para la reparación de la iglesia y el alivio de los pobres. Luego le pidió humildemente que le permitiera convivir por algún tiempo en su compañía. Accedió el sacerdote al deseo de Francisco de morar en su casa, pero rechazó el dinero por temor a los padres. Entonces el Santo lo arrojó sin más a una ventana.
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